22.
Nosotros también, reconociendo por una parte que fuera
de la estructura de
la Iglesia de Cristo se
encuentran muchos elementos de santificación y verdad, que como
dones propios de la misma Iglesia empujan a la unidad católica,
y creyendo, por otra parte, en la acción del Espíritu Santo, que
suscita en todos los discípulos de Cristo el deseo de esta
unidad,
esperamos que los cristianos que no gozan todavía de la plena
comunión de la única Iglesia se unan finalmente en un solo rebaño
con un solo Pastor.
23.
Nosotros creemos que la
Iglesia es necesaria para la salvación. Porque sólo Cristo es el
Mediador y el camino de la salvación que, en su Cuerpo, que es la
Iglesia, se nos hace presente.
Pero el propósito divino de salvación abarca a todos los hombres: y
aquellos que,
ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, sin
embargo, a Dios con corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo
de la gracia, por cumplir con obras su voluntad, conocida por el
dictamen de la conciencia, ellos
también, en un número ciertamente que sólo Dios conoce, pueden
conseguir la salvación eterna.
24.
Nosotros creemos que la misa que es celebrada por el sacerdote
representando la persona de Cristo, en virtud de la potestad recibida
por el sacramento del orden, y que es ofrecida por él en nombre de
Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es realmente el
sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en
nuestros altares. Nosotros creemos que, como el pan y el vino
consagrados por el Señor en la última Cena se convirtieron en su
cuerpo y su sangre, que en seguida iban a ser ofrecidos por nosotros
en la cruz, así también el pan y el vino consagrados por el
sacerdote se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, sentado
gloriosamente en los cielos; y creemos que la presencia misteriosa
del Señor bajo la apariencia de aquellas cosas, que continúan
apareciendo a nuestros sentidos de la misma manera que antes, es
verdadera, real y sustancial.
25.
En este sacramento, Cristo no puede hacerse presente de otra manera
que por la conversión de toda la sustancia del pan en su cuerpo y la
conversión de toda la sustancia del vino en su sangre, permaneciendo
solamente íntegras las propiedades del pan y del vino, que
percibimos con nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es
llamada por la Santa Iglesia conveniente y
propiamente transustanciación.
Cualquier interpretación de teólogos que busca alguna inteligencia
de este misterio, para que concuerde con la fe católica, debe poner
a salvo que, en la misma naturaleza de las cosas, independientemente
de nuestro espíritu, el pan y el vino, realizada la consagración,
han dejado de existir, de modo que, el adorable cuerpo y sangre de
Cristo, después de ella, están verdaderamente presentes delante de
nosotros bajo las especies sacramentales del pan y del vino,
como el mismo Señor quiso, para dársenos en alimento y unirnos en
la unidad de su Cuerpo místico.
26.
La única e indivisible existencia de Cristo, el Señor glorioso en
los cielos, no se multiplica, pero por el sacramento se hace presente
en los varios lugares del orbe de la tierra, donde se realiza el
sacrificio eucarístico. La misma existencia, después de celebrado
el sacrificio, permanece presente en el Santísimo Sacramento, el
cual, en el tabernáculo del altar, es como el corazón vivo de
nuestros templos. Por lo cual estamos obligados, por obligación
ciertamente suavísima, a honrar y adorar en la Hostia Santa que
nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver,
y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin
haber dejado los cielos.
27.
Confesamos igualmente que el reino de Dios, que ha tenido en la
Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la tierra, no es de
este mundo (cf. Jn 18,36), cuya
figura pasa (cf. 1Cor 7,31), y también que
sus crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de
la cultura de la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas,
sino que consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las
riquezas insondables de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor
constancia la esperanza en los bienes eternos, en que cada vez más
ardientemente se responda al amor de Dios; finalmente, en que la
gracia y la santidad se difundan cada vez más abundantemente entre
los hombres. Pero con el mismo amor es impulsada la Iglesia para
interesarse continuamente también por el verdadero bien temporal de
los hombres. Porque, mientras no cesa de amonestar a todos sus hijos
que no tienen aquí en la tierra ciudad
permanente (cf. Heb 13,14), los estimula
también, a cada uno según su condición de vida y sus recursos, a
que fomenten el desarrollo de la propia ciudad humana, promuevan la
justicia, la paz y la concordia fraterna entre los hombres y presten
ayuda a sus hermanos, sobre todo a los más pobres y a los más
infelices. Por lo cual, la gran solicitud con que la Iglesia, Esposa
de Cristo, sigue de cerca las necesidades de los hombres, es decir,
sus alegrías y esperanzas, dolores y trabajos, no es otra cosa sino
el deseo que la impele vehementemente a estar presente a ellos,
ciertamente con la voluntad de iluminar a los hombres con la luz de
Cristo, y de congregar y unir a todos en aquel que es su único
Salvador. Pero jamás debe interpretarse esta solicitud como si la
Iglesia se acomodase a las cosas de este mundo o se resfriase el
ardor con que ella espera a su Señor y el reino eterno.
28.
Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos
que mueren en la gracia de Cristo —tanto las que todavía deben ser
purificadas con el fuego del purgatorio como las que son recibidas
por Jesús en el paraíso en seguida que se separan del cuerpo, como
el Buen Ladrón— constituyen el Pueblo de Dios después de la
muerte, la cual será destruida totalmente el día de la
resurrección, en el que estas almas se unirán con sus cuerpos.
29.
Creemos que la multitud de aquellas almas que con Jesús y María se
congregan en el paraíso, forma la Iglesia celeste, donde ellas,
gozando de la bienaventuranza eterna, ven a Dios, como Él es[ y
participan también, ciertamente en grado y modo diverso, juntamente
con los santos ángeles, en el gobierno divino de las cosas, que
ejerce Cristo glorificado, como quiera que interceden por nosotros y
con su fraterna solicitud ayudan grandemente nuestra flaqueza.
30.
Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de
los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de
muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos
se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión
está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus
santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones, como
nos aseguró Jesús: Pedid y
recibiréis (cf. Lc 10,9-10; Jn 16,24).
Profesando esta fe y apoyados en esta esperanza, esperamos la
resurrección de los muertos y la vida del siglo venidero.
Bendito
sea Dios, santo, santo, santo. Amén.